EL LARGO DÍA DE LOS TRANSISTORES
Recuerdo los cortes de luz en mi infancia como episodios cotidianos de la vida ciudadana. A veces llegaban de improviso y la casa se movilizaba casi en orden militar en procura de las velas, las palmatorias y las cerillas que tenían su acomodo en lugares, armarios y cajones perfectamente identificados.
También de las linternas con pilas de petaca que eran consideradas artículos casi de lujo en aquellas ocasiones. Pero la mayoría de las veces eran cortes poco sorpresivos. Formaban parte del folclore de la vida cotidiana. Eran el corte de las ocho o de las diez.
Aquello no alteraba apenas las costumbres familiares ni las sociales. La electricidad no era la energía omnipresente que es hoy. Las tiendas seguían vendiendo la misma mercancía sin detrimento de sus operaciones. La calle seguía moviéndose al mismo ritmo de siempre. La gente caminaba mucho entonces. Por supuesto que la vida cotidiana se alteraba pero las cosas volvían a su ser con cierta normalidad. Comías lo mismo en las cocinas de carbón de la época. Yo creo que la sociedad, hablo de los años de mi infancia, tenía muy cercana en su memoria los años de la guerra y de la precariedad. Un apagón no iba a mover el bigote social y escandalizar más que lo mínimamente necesario para quejarse del gobierno, del ayuntamiento y de la compañía de la luz que, además, era un monopolio. LA COMPAÑÍA DE LA LUZ. Ahí es nada.
Pero llegó el tiempo de la electricidad y el gas para mover nuevos aparatos domésticos. Neveras, lavadoras, cocinas eléctricas y también de gas. Cachivaches para todo tipo de usos. Y al tiempo los sistemas de distribución de la energía fueron mejorando sensiblemente. Ya no había apagones o si los había todavía no alteraban la vida diaria sustancialmente.
Todavía faltaban unos años para la electrificación total como la que conocemos hoy. Los cajeros, las transacciones, la banca electrónica. Y la administración digital. Y cuando llegaron esos tiempos, incluso en la era de los ordenadores y los teléfonos móviles resultó que las redes distribuidoras de energía funcionaban milagrosamente bien. Cualquier accidente, una central que se quemaba, un temporal que derribaba líneas eléctricas, era solo un incidente raro por muy incómodo que resultase. Perdías los productos congelados, algún equipo se estropeaba pero difícilmente se suspendían trayectos de viajes por ejemplo.
Solo había un elemento de continuidad en las crisis de suministro. Eran las radios. Los transistores. Lo demás solo eran recuerdos de la precariedad. De tal forma que ya no quedan ni cerillas en casa y las linternas las tienes en el coche. También es cierto que puede que no recuerdes el cajón donde guardaste aquella radio de pilas. Y en el mejor de los casos que no encuentres las pilas para reponer.
En estos recuerdos estamos mientras vivimos el GRAN APAGÓN. Sabemos que van a ser unas horas duras para muchos que se quedarán sin oxígeno en casa, para los enfermos que van a tener dificultades de acceso a los servicios hospitalarios, para los que se queden encerrados en ascensores o vagones de metro y para los viajeros. Para los comerciantes que se les ha jodido el negocio y ni siquiera pueden echar el cierre automatizado de sus persianas.
Por supuesto que también vamos a entender que con la caída de la luz caen el resto de los servicios que se nutren de ella. Empezando por el internet que de hora en hora ha ido desapareciendo. Y eso, en nuestra sociedad son palabras mayores. Bueno. Ya sabemos lo vulnerables que somos.
Mientras tanto solo les diré que en mi pequeño universo que es la plaza de Olavide, las gentes siguen sentadas en las terrazas.
Postdata
Siete de la tarde del día del apagón, 28 de abril de 2025. Todavía no ha vuelto la luz.
Nueve y media de la noche. Ha vuelto la luz y la plaza estalla en una explosión de aplausos.