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7 de enero de 2014

Calle de Raimundo Lulio. Recuerdos de mi abuelo José Ortíz de Pinedo


El texto que viene a continuación pertenece a José Julio Perlado y ha sido publicado muy recientemente por la revista digital de temas madrileños LA GATERA DE LA VILLA. Tanto el autor como la revista han autorizado la republicación en estas páginas de La Plaza de Olavide. 

José Ortiz de Pinedo fue un importante testigo y partícipe de la fertil época literaria madrileña del primer tercio del siglo XX. Trató y conoció a innumerableas autores de esa nueva edad de oro de las letras hispanas como Pio Baroja, Galdós, Valle, Sawa y otros muchos y dejó escritas, en periódicos, revistas y libros, muchas páginas sobre aquellos glorioso tiempos. Como autor fue un hombre extremadamente popular pues dedicó su pluma en muchas ocasiones a la creación de obras literarias, novelas cortas, por ejemplo, dirigidas a públicos populares. Era muy conocido por su defensa del papel de la mujer y por sus avanzadas ideas sociales. Vivió largos años en nuestro barrio, precisamente en la calle Raimundo Lulio. Nos ha parecido muy interesante contribuir a su conocimiento por los actuales vecinos. Y mucho mas acompañados de la pluma de su nieto José Julio Perlado, periodista y escritor él mismo. José Julio Perlado, por cierto y pensando en los amigos de los medios digitales y blogs, dirige un excelente medio: MI SIGLO, una caja de sorpresas y delicias literarias que recomiendo vivamente.
 
Calle de Raimundo Lulio. Recuerdos de mi abuelo José Ortíz de Pinedo
Autor del texto:José Julio Perlado

Sentado en este despachito de cortinas azules en el piso de Raimundo Lulio 22, en pleno barrio madrileño de Chamberí, se encuentra este hombre de los lentes alados sobre la nariz, un hombre menudo, de apenas pelo cano, silencioso, hablando con su nieto, que soy yo. El nieto tiene en esta escena de 1956 tan solo 20 años, viene de estudiar esta mañana en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid el Primer Curso de especialidad en Filología Románica – Tercer Curso entonces de Filosofía y Letras y ha escuchado las lecciones de Francisco Ynduráin Hernández – su gran maestro , de Rafael Lapesa y de Alonso Zamora Vicente. José Ortiz de Pinedo tiene en el mediodía de esta conversación familiar 75 años, el despachito de cortinas azules es su refugio, y en el silencio de la letra menuda de sus manuscritos y en el recogimiento de los libros ordenados y alineados, se concentra su vida entera consagrada a la poesía, al teatro y a la novela, pequeñas novelas como ésta que ahora – cuando pasa el tiempo y la fantasía en la distancia se desborda – tengo yo aquí, en la mano, porque acabo de extraerla con la  imaginación de la estantería de su sencilla biblioteca.
El libro lleva por título ¡…Y la vida se va!, lo publica la Editorial Paez, calle Ecija 6, Madrid, (está dedicado a “Joaquín Aznar, espíritu generoso – escribe Ortiz de Pinedo en su dedicatoria , pluma maestra, con el cariño de muchos años”) (Joaquín Aznar había sido Director del periódico La Libertad desde 1925 a 1931, y fue uno de los íntimos amigos de José Ortiz de Pinedo, junto con Eduardo Haro y Emilio Carrere, al que luego me referiré).
Pero lo importante de esta corta novela de Ortiz de Pinedo ¡…Y la vida se va! es quizá el título, es decir, cómo se va la vida por este pasillo del piso de Raimundo Lulio, cómo se va la vida hacia delante y hacia atrás, hacia la vida que vivió antes mi abuelo y hacia la vida que viviré yo más adelante – si Dios me ayuda ,como nieto.
Sí, en verdad se va la vida. Si nos asomamos a este balcón del segundo piso de Raimundo Lulio 22 veremos en el café de la esquina con la calle de Santa Engracia – café hoy desaparecido – cómo mi padre, muy joven, espiaba a mi madre – la hija única que tuvo Ortiz de Pinedo – cuando aún eran novios, allá por los años 30, y la espiaba enamorado para ver en qué momento salía ella a saludarle al balcón.
Porque esta pequeña calle madrileña que baja desde Santa Engracia hasta la plaza de Olavide y donde vive José Ortiz de Pinedo es muy literaria. Galdós en Fortunata y Jacinta hace que doña Lupe se mude a este barrio del mercadillo de Olavide, entonces unos tenderetes al aire libre, como nos lo muestra un dibujo de la “Guía” de Fernández de los Ríos. La Rubín – personaje galdosiano – va a habitar a la calle de Raimundo Lulio y el autor de Fortunata nos hace creer que la casa debió estar muy cerca del Paseo de Santa Engracia. Pedro Ortiz Armengol, sin duda el mejor especialista en la gran novela de Galdós, señala el número 11 de esa calle de Raimundo Lulio como lugar habitado por doña Lupe, y repasando el magnífico Plano del Madrid de 1874, se ve que asomaban en Raimundo Lulio solamente dos casas de una planta ya que el resto eran solares y paseo hasta el mercadillo. Pues bien, Galdós coloca a uno de los personajes de Fortunata quizá en el número 11 de esa calle y apenas un siglo después, casi enfrente, en el número 22, seguimos teniendo a Ortiz de Pinedo, otro personaje – esta vez de la vida , sentado en su despachito de cortinas azules hablando conmigo, que soy su nieto.
¿Y de qué hablábamos? No recuerdo de qué hablábamos. Los nietos de 20 años no recuerdan muchas cosas de las que hablan con sus abuelos de 75, pero sí las esenciales. Hay unas coincidencias de vivencias y de lecturas rodeando a este pequeño despacho. Galdós prosigue. Está en la memoria de Ortiz de Pinedo. Si tomamos de esta estantería del despachito otro libro suyo, Viejos retratos amigos publicado siete años antes, en 1949 (y del que hablaré más adelante), aparece Galdós paseando por la madrileña carrera de San Jerónimo y Ortiz de Pinedo detrás de él. Ortiz de Pinedo tenía entonces – era cuando había llegado desde Jaén a Madrid, pasando (según sus biógrafos) por Guadalajara 21 años, casi los mismos que ahora tengo yo sentado ante él en este despacho. “Don Benito – evoca mi abuelo en ese libro de recuerdos – , que caminaba solo, habíase detenido un instante a curiosear el escaparate de Fernando Fe, que brindaba al apetito intelectual las últimas novedades nacionales y francesas, y paróse luego en un grupo de amigos a la puerta de Lhardy, cuyo escaparate tentaba otra clase de apetitos. Breves momentos nada más conversó Galdós con aquellos señores, continuando su paseo entre la multitud al anochecer.
Mi curiosidad – sigue Ortiz de Pinedo – no se  daba por satisfecha y fuíme detrás del genial creador sin perder un solo movimiento suyo, con la ilusión del enamorado que sigue a una mujer.
Cuando lo dejé, al fin, en la calle de Hortaleza, donde tenía la administración de sus obras, sentí algo así como la satisfacción del deber cumplido mediante aquel acto de humilde y anónimo homenaje”.
Son los seguimientos devotos de lectores y admiradores que han existido siempre en la historia de la Literatura, gentes como José Ortiz de Pinedo que seguían a Galdós por la calle, gentes como el yerno de Ortiz de Pinedo – mi padre, José Perlado – que seguía a Ramón y Cajal en el Café del Prado, en la madrileña calle del Prado, a dos pasos del Ateneo, o a Valle Inclán o a Benavente cruzando la Plaza de Santa Ana o paseando por la calle del Príncipe. Esos seguimientos anónimos detrás de las figuras de las letras han sido a lo largo del tiempo innumerables y de ellos han quedado muchos testimonios. Por citar uno de ellos, Vicente Aleixandre, en su libro Los encuentros, cuenta cómo todos los personajes con los que quiso tropezarse en las calles de Madrid eran conocidos, menos uno: Antonio Machado. “Pero daba la casualidad – comenta Aleixandre – que los dos teníamos el mismo barbero. Y un día me dijo: “Yo también sirvo a un señor que hace versos. Pero apenas conocido. Se llama Machado” ¡Machado” Fíjese usted. Para mí sólo su nombre ya era un fulgor… A Galdós – prosigue Aleixandre – le vi una vez, en el “Teatro Infanta Isabel”, el día que estrenó “Sor Simona”. Yo tenía 17 años. Entré en el camerino – dice Aleixandre .Galdós, ciego, estaba sentado, ausente. Se sacó un gran pañuelo, se secó el sudor. Yo le miraba… Salí sin decir nada”.
Son los 17 años de Vicente Aleixandre, son los veintitantos años de José Ortiz de Pinedo, son los 20 años míos. Sentado en aquel despachito de cortinas azules yo no sabía que a lo largo de la vida iba también a seguir a muchos personajes. Por mi profesión, he tenido la suerte de vivir en Roma y en París varios años, y en la capital italiana, al principio de la década de los sesenta, más que seguir por la calle exactamente, conocí muy de cerca a relevantes personajes del mundo de la cultura. A Stravinsky y a Federico Fellini en Roma; a Ezra Pound, a Pier Paolo Pasolini y a Giancarlo Menotti en Spoleto; más tarde, en mis años de París, al filósofo Gabriel Marcel y al director de cine Robert Bresson. También Madrid fue escenario para mí de conocimientos. Sentado ante Ortiz de Pinedo, que ahora me sigue observando en este pequeño despacho rodeado de libros, no podía imaginar que unos años después yo charlaría ampliamente con Gerardo Diego en su casa de la calle Covarrubias, con Dámaso Alonso en su casa retirada (donde me dedicó su libro Poetas españoles contemporáneos), con el eminente historiador Pedro Sáinz Rodríguez, con el gran cuentista Ignacio Aldecoa, con la poetisa Ernestina de Champourcin, con el pintor Benjamín Palencia en su taller de la calle de Sagasta, con Luis Rosales en su habitación de la calle de Vallehermoso, con Camilo José Cela en su casa de Rios Rosas.
Este nieto de Ortiz de Pinedo que soy yo, no puede imaginar tampoco, aquí sentado en Raimundo Lulio y en 1956 – año en el que estamos , que conocerá y dialogará largamente con dos grandes escritores argentinos, Julio Cortázar y Manuel Mujica Láinez, o con el uruguayo Juan Carlos Onetti. Son charlas que están en el aire del tiempo, que aún no nos llegan desde este pasillo, porque desde este pasillo y en este momento lo que nos llega, mientras abuelo y nieto seguimos hablando, es la voz de Julia Valdés, esposa de Ortiz de Pinedo, es decir, la voz de mi abuela materna que nos llama a comer. Viene a decirnos que ya tenemos preparados los huevos fritos con el pan cortado y tostado en el cuartito que hay al fondo del pasillo, muy cerca de la cocina, donde el sol suele dar sobre el tapete de la mesa camilla. Mi abuelo y yo solemos comer muchos días allí, y también desayunar los domingos un chocolate humeante en el que untamos puntas de pan crujiente. Es Julia Valdés, mi abuela, la que ahora nos llama y nos mira, y cuando la veo en este pasillo me acuerdo de otra Julia a la que conocí, Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, que unos años después, en 1967, exactamente el 2 de marzo de 1967, me abriría la puerta de aquella casa de la calle de Zorrilla 21, segundo izquierda (muy cerca de las Cortes) muy pocas horas después de que muriera el maestro. “Vemos a Azorín en la lejanía, viviendo en un cuartito silencioso, junto a las campanas del Carmen – leemos otra vez que escribe Ortiz de Pinedo en Viejos retratos amigos. Lo vemos asimismo perderse en la arboleda del Retiro o pararse ante un tenderete del Rastro. Un día lo vimos – un día de invierno – sentado tras el cristal de un café-cervecería, desaparecido ya, de la carrera de San Jerónimo. Años después lo hemos visto muchas veces en la trastienda de una librería selecta, hundido en un sillón, con los ojos medio cerrados”.
Eso es lo que evoca mi abuelo Ortiz de Pinedo de Azorín. Pero lo que él no puede imaginar en este despachito de cortinas azules ni yo tampoco, es que ese 2 de marzo de 1967 Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, me abrirá la puerta y me hará pasar al saloncito donde está de cuerpo presente el autor de Castilla y de Los Pueblos.”Allí extendido, Azorín – escribiría yo al día siguiente en El Alcázar, un periódico madrileño- era ya el gran mudo de la pluma, como si tuviera amordazado los dedos. Me acerqué a él, acababa de entrar el Ayuntamiento de Monóvar, seguían acumulándose coronas, y creo que fue entonces cuando lo vi. Vi su ojo azul. El ojo derecho de Azorín quieto entre el párpado, como si nadie lo hubiera querido sellar, como si respetasen ese ojo sin tiempo”. Porque estábamos allí los dos solos, la recentísima viuda de Azorín y yo ( eran las cuatro de la tarde y el maestro había fallecido hacía muy pocas horas), ambos en silencio ante el cadáver de quien había escrito Clásicos redivivos y clásicos futuros o Las confesiones de un pequeño filósofo.
Sin duda nada podía decirle a mi abuelo Ortiz de Pinedo de todo esto porque faltaban once años para que aquello sucediese. Pero de lo que sí hablamos sin duda en aquel despachito es del entierro de Ortega al cual yo había asistido. Un año antes, el 19 de octubre de 1955 – tenía yo entonces 19 años – había querido ir con varios compañeros míos de la Facultad hasta la madrileña calle de Montesquinza – la casa donde había fallecido Ortega – y desde allí quisimos acompañar al cortejo fúnebre hasta la Sacramental de San Isidro. Recuerdo que aquel día, entre las muchas personalidades asistentes al sepelio, estaba cerca de mí Gregorio Marañón y también recuerdo que entre mis compañeros de Facultad de entonces, asistieron conmigo – estudiábamos en el mismo Curso de licenciatura – el gran poeta español Claudio Rodríguez y el que luego sería Director del Museo de Prado y gran especialista en pintura barroca, Alfonso Pérez Sánchez.
José Ortiz de Pinedo trabajaba como Secretario de la Tenencia de Alcaldía del Distrito de Palacio, en el barrio madrileño llamado popularmente de La Latina, en la Carrera de San Francisco, antigua y ancha calle que desciende desde la Plaza de la Cebada hasta la Basílica de San Francisco el Grande. Allí, como todas las mañanas, Ortiz de Pinedo tomaba el metro para volver a comer a su casa del barrio de Chamberí. Como todos los escritores del mundo, me imagino que conforme se iba alejando de su despacho oficial del Ayuntamiento y se iba acercando, entre pasillos, escaleras y transbordos a su pequeño despacho literario de la calle de Raimundo Lulio, las figuras de sus invenciones asaltarían poco a poco su imaginación y los personajes de sus novelas se perfilarían alternándose unos con otros, salpicados también con brotes de poemas. Paul Valèry recuerda al hablar de los mecanismos de la inspiración que “el primer verso se nos ha dado”, es decir, es un don, nos es impuesto, no tenemos más remedio que escribirlo. Luego viene el artista con toda su elaboración costosa, con la habilidad, la experiencia, el esfuerzo creativo, la acabada y a veces muy ardua perfección. Pero ese primer verso de Ortiz de Pinedo – como el que acompaña a tantos poetas del mundo ya viajaba con él en el metro, se iba desprendiendo en el desván de su memoria de los expedientes e informes burocráticos que no había tenido más remedio que resolver el poeta en las oficinas del Ayuntamiento, y conforme iba dejando atrás los andenes y las estaciones sin duda ese primer verso prevalecía sobre todos los demás temas y preocupaciones, se cuajaba en primeras líneas de poemas, como así había sucedido años atrás en libros suyos de poesía, tales como Dolorosas (publicado en 1903) o Huerto humilde (de 1907).
Y fue sin duda otro primer verso – lo recuerdo muy bien el que hizo brotar otro día – un año antes, en 1955 una nueva conversación entre abuelo y nieto en el silencio de aquel despachito. Ortiz de Pinedo se levantó una tarde del sillón, y con el cuidado que él tenía para todas sus cosas, me mostró con afecto un libro. Era un libro de poemas de Pío Baroja, Canciones del suburbio, publicado por Biblioteca Nueva en 1944. En la dedicatoria se destacaba con la letra clara y menuda del autor de La busca: “Al poeta J Ortiz de Pinedo. Cordialmente. Pío Baroja”. Y aquel libro de poesías de Baroja llevaba también un prólogo firmado por Azorín.
No sé exactamente si la idea fue de mi abuelo o fue mía, pero lo cierto es que en aquel mismo año de 1955 visité a Baroja. Vivía Don Pío en la madrileña calle Ruiz de Alarcón, en el número 12, a pocos pasos del Museo del Ejército, no lejos de la Academia Española. Recuerdo que me abrió la puerta el destacado historiador, antropólogo y folklorista Julio Caro Baroja, sobrino de Don Pío, que entonces tenía 41 años, y él me hizo pasar a la amplia sala de la célebre mesa camilla barojiana, allí donde el autor de tantas novelas memorables (a pesar de su mala salud, Don Pío moriría en octubre del año siguiente) recibía. Tenía Baroja entonces 83 años, pero recuerdo perfectamente aquella conversación porque fue muy novelesca. Tras presentarme como nieto de Ortiz de Pinedo le comenté que mi abuelo me había enseñado un libro suyo de poemas. Estábamos los dos solos. Baroja cubierto con su famosa boina, calados los lentes, afable, me miró y me preguntó: ¡ Ah, ¿pero yo he escrito poesía?
Le contesté que sí.
¿Y cómo se llama el libro? – me insistió con curiosidad.
Canciones del suburbio contesté.
Entonces Don Pío tomó una campanilla que estaba sobre la mesa, la agitó, y pronto apareció Julio Caro en la puerta.
Julio – le dijo, este chico me dice que yo he escrito poesía. Busca el libro. Tráemelo.
Efectivamente, pronto aquellas Canciones del suburbio estuvieron sobre la mesa camilla y Baroja las hojeó complacido y asombrado. Yo sabía que me encontraba esa tarde ante una de las grandes figuras de las letras españolas, y cuando años después leí Gente del 98, el delicioso libro de Ricardo Baroja, el excelente pintor y escritor, hermano de Don Pío, al evocar mis vivencias con Azorín y con Baroja, repasé aquella escena que Ricardo Baroja evoca sobre los dos escritores: “Cuando Martínez Ruiz venía a casa – dice Ricardo Baroja- se sentaba siempre en la silla colocada bajo el cuadro de asunto romano. Allí permanecía durante tres cuartos de hora, interviniendo en la conversación con escasos monosílabos. Martínez Ruiz siempre ha sido parco en palabras. Se presentó a mi hermano Pío de la siguiente manera: Martínez Ruiz, que conocía de vista a mi hermano, se le acercó y le dijo:
¿Usted es Pío Baroja?
Sí, señor. Yo soy José Martínez Ruiz. Mi seudónimo es Azorín.
Se estrecharon las manos y desde entonces son amigos”.
Y ahora estaba yo ante ese mismo Baroja como estaría años después ante el cadáver de Azorín. Son coincidencias – o sin duda búsquedas determinadas, meditadas, muchas de ellas provocadas en mi vida, en Madrid, en Roma, en París – que me han hecho seguir los senderos de la literatura y del arte, caminar y entrar en los talleres de poetas y de músicos, de escultores y pintores, también de directores de cine, preguntando, inquiriendo, interesado siempre por los mecanismos de la creación.

9 de marzo de 2013

“Malasaña” de Carlos Osorio. La historia de un viejo barrio de Madrid

Portada del libro "Malasaña" de Carlos Osorio. Colección Barrio de Madrid de la Editorial Temporae. La foto está tomada en las fiestas de San Isidro en la calle del Pez. Años 50.




Hoy se ha presentado al público y a los medios de comunicación la nueva publicación de Carlos Osorio dedicada al barrio de Malasaña. Nadie como él para ejercer como cronista del céntrico barrio de Madrid que unos llaman Maravillas, otros Universidad y, los más, con el nombre de la heroína del dos de mayo de 1808.

Un trabajo de muchos años de recopilación de materiales, de procesar pacientemente noticias y recuerdos vecinales, en muchas ocasiones desde el blog del autor Caminando por Madrid y de investigar en hemerotecas y fondos documentales, han venido a propiciar la gestación de “Malasaña”. Editado por Temporae se suma así a las colecciones de libros de temática madrileñista del grupo editorial La Librería y, por supuesto, a la propia nómina de libros del mismo autor, que ya son referencia imprescindible de todos aquellos que pretendemos conocer las entretelas de nuestra ciudad.

Las notas que vienen a continuación tienen como fuente de inspiración el propio libro, que ya está desde esta misma semana en las librerías, y son un pálido reflejo de los textos, fotografías e ilustraciones que se presentan en el mismo. Pretenden ser una invitación para que usted, lector de este blog dedicado al vecino barrio de Chamberí, repare en la rica historia de las calles que forman el recorrido de nuestros pasos cuando nos dirigimos al centro histórico de Madrid y se anime a comprar el libro de nuestro amigo Osorio. Amigo con el que comparto parentescos lejanos, una visión parecida sobre nuestra sociedad e historia y, no menos importante, un paisaje común de descanso estival, en las viejas regiones de la Mariña de Lugo, él con la mirada y los pasos desde el occidente de la comarca y yo desde el oriente.

Quevedo, desde la atalaya de su glorieta, señala con la mano, su mano de espadachín y poeta, el camino que lleva a los vecinos de Chamberí hacia el centro de la ciudad. Hacía las abigarradas calles que desde Sol bajan a palacio o hacia los desfiladeros que caen al rio Manzanares o, inclinándose al levante, te conducen por aquellas callejas, figones y corralas en las que poetas y perdularios combatían por el amor de las damas o por el éxito de sus comedias.

Si sigues la estela marcada por el señor de la Torre de Juan Abad te verás obligado a transitar por lo que en los tiempos del poeta eran fincas de recreo, conventos, iglesias y palacios. Por San Bernardo caminaría Quevedo para negociar discursos, aleccionar novicias o encargar capas de buen paño de Béjar.

Hoy, al igual que en tiempos del gran escritor, los vecinos de Chamberí transitaremos por la Corredera, por Fuencarral o San Bernardo y encontraremos las huellas de cuatro siglos de la historia de Madrid. Historias de conventos y de iglesias. De los arquitectos, artistas y artesanos procedentes de toda Europa que se establecieron en los barrios actuales de Maravillas, Conde Duque, Universidad u Hospicio al servicio de aquella inmensa máquina de gasto suntuario. De aquellos caserones serios, duros y solemnemente sencillos por fuera que albergaban en su interior salones, capillas y claustros de una riqueza oculta. Calles en las que al caer la noche los señores de palacio se acercaban a practicar sus mejores juegos cortesanos detrás de los tornos conventuales. Historias románticas como los amores de Felipe IV y doña Margarita de la Cruz en San Plácido.

El mismo barrio que pasado el siglo de Oro se llena de palacios de la media nobleza y que empieza a dar vida y trabajo a un tropel de gentes de oficios tan variados como para dar lustre a las cocinas y a las caballerizas de los señores o que en las cercanías de los mismos les resuelven sus demandas de ropa, de calzado o de víveres. 

Pasa el tiempo y los caserones nobles envejecen y los conventos sufren las agresiones de nuevas políticas borbónicas menos amigas que los Austrias del gori gori. Más cultos y empelucados, los borbones son independientes del poder de Roma y bien que lo demuestran poniendo en la frontera a ciertas órdenes religiosas o más tarde propiciando la desamortización. Aquellos artesanos de la época borbónica  se vinculan a nuevas formas de entender la vida. Ya no son solo servidores de los señores de iglesia. Se constituyen en casta abierta, en autónomos de los oficios, de las artesanías urbanas. Son los majos de Madrid. El barrio, los barrios de lo que luego llamaríamos Malasaña cambian su paisaje. También llegan al calor de la corte de la flor de lis otro tipo de nuevos servidores. Músicos extranjeros, como Boccherini, que viven a medias de la nobleza, de la realeza y de las capillas eclesiales.

En estas, y por el mismo camino del norte que en su día nos trajo a los Borbones, llegan las tropas de Napoleón y en un mes de Mayo de 1808 los majos y majas de las barriadas más al norte de la ciudad se apalancan en torno al cuartel de artillería de Monteleón y en jornadas memorables ofrecen un tributo de cariño a una dinastía real que no ha hecho otra cosa que traicionarles. El sacrificio de Clara del Rey, de Manolita Malasaña y de tantos otros humildes hijos del pueblo será un gesto lleno de emoción y cargado de significado. Quedará en la historia de nuestro pueblo. Los héroes de Mayo.

Creación de la plaza del Dos de Mayo en 1868.

 Entre solares derruidos, ruinas de conventos y palacios medio abandonados, el siglo XIX llena el barrio de casas de vecinos, de corralas. Allí se establecen, al tiempo que las autoridades de Madrid deciden abrir las murallas de ronda, colegios, hospitales y nuevos equipamientos como la traída de aguas y la Universidad Central. Los viejos artesanos se especializan en oficios con más demanda: carpinteros, ebanistas, plateros, encuadernadores, impresores, etc. Nuevas clases medias galdosianas ocupan los viejos palacios que se han convertido en casas de vecindad o se inventan nuevos edificios de viviendas. Profesores, artistas, siempre los artistas, llenan los días y las noches del barrio. Las calles se iluminan con las farolas de gas. El agua llega a las casas. El nuevo clima civil y religioso cambia y las heridas urbanísticas se van cerrando poco a poco.

Esa mezcla de barrio de artistas y artesanos se completa y enriquece con el paso de miles de estudiantes. Las calles se llenan de pensiones. Doña Emilia Pardo llena sus salones de la Calle de San Bernardo con pensadores, científicos y periodistas. La corredera de San Pablo es como una arteria vital con sus mercados al aire libre. Entramos en la era tan bien retratada por Rosa Chacel y antes por Galdós. El barrio de Maravillas se convierte en un escenario de rica vida urbana. Los años de la construcción de la Gran Vía tienen un efecto revitalizador y al tiempo, paradójicamente, aislante. El barrio se acantona. Compra en los Mostenses. Se vuelca hacia la Glorieta de Bilbao y hacia la Ancha de San Bernardo. Busca su expansión hacia el norte y llega a urbanizar los cementerios del campo de las Calaveras. Parece como si el barrio quisiera romper sus costuras. 

Mercado al aire libre de la Corredera de San Pablo

 La guerra civil trae un enorme sufrimiento. Su cercanía al frente hace posible que el caserío sufra enormes castigos. En el sacrificio y formando parte del paquete, ¿un error?, el viejo palacio de Liria del duquesado de Alba es destruido. La posguerra, los años del estraperlo, le quitan mucho vigor a los barrios. La Universidad se va a Moncloa. El hospital de la Princesa, encerrado en una malla urbana que imposibilita su desarrollo y modernización, se muda. Los vecinos envejecen. Pero llega el último milagro, los jóvenes, los artistas vuelven a llenar las noches. Es la Movida. Son los años de las fiestas populares en los que la estatua de Daoiz y Velarde se convierte en un tendedero de cuerpos desnudos y jóvenes. Y los garitos nocturnos en lugar de peregrinaje de todo Madrid. Con la noche llega la droga, el tráfico. Nuevos oportunistas compran a precio de saldo viejos caserones y expulsan a unos vecinos empobrecidos, ancianos y humillados por esa ola de ruidos nocturnos. En el barrio ya no nacen niños y los pequeños parques urbanos son desiertos cubiertos de jeringuillas. Son años de plomo y coincide con los años en los que se impone Malasaña como nombre identificativo. Tienen que pasar algunas décadas para que la movida se serene. Para que el barrio de alojamiento a nuevas poblaciones de jóvenes profesionales. Para que se instalen empresas de servicios. Agencias de publicidad, escuelas de arte. Se recuperan algunos equipamientos. Las casas se remozan y como una mancha de aceite nuevos negocios de diseño vienen a sustituir a los viejos comercios cansados, aburridos de ver como sus públicos de siempre desaparecen. 

Imagen icónica de la movida madrileña. Fiestas del 2 de Mayo a finales de los 70 o principios de los 80

 Y en esas estamos. Cientos de ciclistas, gimnasios y tiendas de moda. Nuevas ofertas gastronómicas y hosteleras. Diseño de vanguardia. Modistos. Los yonquis y el puterio parecen de retirada. Eso dicen. Pero siempre Malasaña.

Felicidades a Carlos Osorio por ofrecernos tanto de su tiempo y de su talento.

NOTAS SOBRE EL LIBRO FACILITADAS POR EL AUTOR


21 de noviembre de 2012

Una novela inspirada en el Homeopático. "El sol de Argel" de Esther Ginés



El edificio del Hospital Homeopático de la calle Eloy Gonzalo ha llamado la atención de múltiples generaciones de vecinos de Madrid,  desde su fundación a finales del siglo XIX. Seguro que mi amigo Felix Antón, su actual gerente, hombre de muchos saberes, es capaz de reseñar unas cuantas citas literarias o periodísticas en las que el Hospital del anteriormente conocido como Paseo de la Habana es protagonista. A veces,seguramente, camuflado con otro nombre por razón de la trama literaria.

Su inconfundible estampa, esa ecléctica mezcla de estilos que lo caracteriza. El sutil romanticismo añoso de su jardín. Y en los tiempos anteriores a la actual reforma, el aire de decadencia que lo envolvía. Todo ello ha despertado, sobre todo en personas bien dispuestas para el embeleso, la imaginación y el ensueño sobre las posibles historias de lo que pudo acontecer en su interior. Para los mas interesados en el significado y la trayectoria de tan singular edificio les remito a la web del Hospital de San José, pues ese es su verdadero nombre. O a los post que yo he publicado sobre el mismo, particularmente el primero que le dediqué.

No es de extrañar, por tanto, que una jóven narradora llamada Esther Ginés se haya inspirado en esta joya madrileña para situar la acción de su primera novela publicada. Lleva el título de El sol de Argel y está ya en algunas librerías de Madrid como Casa del Libro, Cervantes y compañía (Malasaña), y en otras céntricas como La Librería (calle Mayor, 80), Arrebato Libros (zona Tribunal) o La Marabunta (Lavapiés). El libro se presenta el día 30 de Noviembre en la Casa del Libro de la calle Fuencarral.

Si quieres tener una información mas detallada del libro te invito a que entres en la página Facebook dedicada al mismo.

13 de septiembre de 2012

De vez en cuando se abren librerías en Madrid

Ayer se inauguró un nuevo espacio de la libreria La Central. En Callao.


Una curiosa experiencia de distribución de libros. En la calle Covarrubias





Es curioso como a veces coinciden las cosas. Cuando la noticia habitual en Madrid es el cierre de librerías resulta que se abren dos espacios libreros  de diferente porte y filosofía en el centro de Madrid.

 LIBRERÍA LA CENTRAL DE CALLAO

La primera apertura ha sido la de la libreria La Central en Callao. Al ladito de la FNAC, curiosa o no tan curiosa coincidencia. En un edificio de la calle del Postigo de San Martín cuidadosamente rehabilitado para tal fin. La Central, cadena librera catalana, ya es conocida en Madrid por su exquisita tienda del Museo Reina Sofia. Ahora, en Callao tenemos la oportunidad de conocer el formato de librería mas vanguardista del pais. La experiencia del visitante es única. Están los libros distribuidos de tal forma que te olvidas de la tradicional forma de presentación de los libros de la gran mayoría de las librerías. Hay que verlo para darse cuenta del cambio. Lo menos importante en la exhibición es el caracter novedoso o bestselleristíco del libro. Manda la importancia del libro, su contexto. Detrás de la selección está un riguroso trabajo de acreditación y de recomendación. Es la vieja escuela del librero consejero puesta al día y al servicio de un formato de venta muy moderno. Una sutil mezcla de calidad librera y de merchandising.

LIBRERÍA LIBROS LIBRES EN CHAMBERÍ

Pero no solamente se abre una gran librería de fondo como La Central. En nuestro barrio, en el centro de Chamberí se abre una experiencia única. Una librería de libros libres como sus creadores definen el proyecto. Inspirados en un proyecto norteamericano nacido en la ciudad de Baltimore nuestros libreros han pensado en un punto de encuentro entre los donantes de libros y las personas amantes de los mismos y con poca capacidad económica para comprarlos. Algo así como dotar de un punto de encuentro fijo al ya tradicional bookcrossing. Estamos hablando de un experimento como sus fundadores aclaran. Para que la cosa funcione, además de crear un circuito de donantes de libros y un punto de atracción para los lectores a los que la experiencia les resulte tentadora hacen falta algunos recursos materiales por detrás del proyecto. Esos recursos se llaman donativos, suscriptores y benefactores, voluntarios para ordenar el flujo de libros y para asistir al público, etc. Entren en su página web. O mejor visiten la tienda:

C/Covarrubias 7, bajo derecha. C.P. 28004

Metro: Alonso Martínez, Bilbao
Horario: de 12:00 a 20:00 de lunes a domingo.

8 de julio de 2012

Los paseos de Galdós por la Plaza de Olavide y el barrio de Trafalgar

Estatua de Pérez Galdós en el Retiro.


Recientemente uno de los lectores del blog, Vicente Lorenzo, nos dejaba este estupendo regalo en un comentario dedicado a las páginas de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós[i] localizadas en el barrio de Trafalgar:

"Cuando leía la entrada dedicada al Asilo de Jesús de la calle Alburquerque, he recordado que en la novela "Fortunata y Jacinta", publicada en 1887, se cita un asilo fundado por Guillermina Pacheco en la calle Alburquerque:

"Con que ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía, me echo a la calle, como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos." (PARTE 1, capítulo 7)

"La planicie de Chamberí, desde los Pozos y Santa Bárbara hasta más allá de Cuatro Caminos, es el sitio preferido de las órdenes nuevas. Allí hemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco, la mujer constante y extraordinaria, y allí también la casa de las Micaelas. Estos edificios tienen cierto carácter de improvisación, y en todos, combinando la baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo al descubierto, con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a la francesa. Las iglesias afectan, en las frágiles escayolas que las decoran interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante de la basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo y arreglo que encanta la vista, y una deplorable manera arquitectónica." (PARTE 2, capítulo 5)

Evidentemente, este asilo no es el que se comenta en esta entrada del blog, pero, por las fechas, muy probablemente está inspirado en él.

No son estas las únicas referencias a los alrededores de la plaza que aparecen en la novela de Galdós:

Doña Lupe vive en la calle Raimundo Lulio:
"Púsose, pues, a zurcir en su sitio de costumbre, que era junto a la vidriera. En el balcón tenía dos o tres tiestos, y por entre las secas ramas veía la calle. Como el cuarto era principal, desde aquel sitio se vería muy bien pasar gente en caso de que la gente quisiese pasar por allí. Pero la calle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que hace ángulo con ella, son de muy poco tránsito. Parece aquello un pueblo." (PARTE 2, capítulo 3)

Cuando Fortunata y Maxi se casan, van a vivir junto a Doña Lupe en la calle Sagunto esquina a Castillo:
"Contole un día que ya tenía tomada la casa, un cuarto precioso en la calle de Sagunto, cerca de su tía." ...
"Charlaron otro día de la casa, que era preciosa, con vistas muy buenas. Como que del balcón del gabinete se alcanzaba a ver un poquito del Depósito de aguas[ii]; papeles nuevos, alcoba estucada, calle tranquila, poca vecindad, dos cuartos en cada piso, y sólo había principal y segundo. A tantas ventajas se unía la de estar todo muy a la mano: debajo carbonería, a cuatro pasos carnicería, y en la esquina próxima tienda de ultramarinos." ...
"Fortunata en el balcón, mirando por la calle del Castillo hacia el paseo de la Habana, ..." (PARTE 2, Capítulo 7)

El paseo de la Habana es la actual calle de Eloy Gonzalo."

Hasta aquí el texto de Vicente Lorenzo, a quien damos las gracias por esta contribución al blog.



[i] Nota de Ángel de Olavide. La relación de Galdós con Madrid es sobradamente conocida. “Nací a los veinte años, en Madrid...” escribía. Su relación con Chamberí es si cabe mas íntima. Vivió y murió en la calle Hilarión Eslava número 7 y fue comidilla en los círculos literarios que durante muchos años mantuvo una especie de “picadero” en la calle de Santa Engracia esquina a Raimundo Lulio. También tuvo otro piso alquilado en Alberto Aguilera 70.

[ii] Nota de Ángel de Olavide. No es la única vez que Galdós nos habla del Depósito de Aguas de Santa Engracia. El comienzo de Tristana nos dice PG refiriéndose a Don Lope Garrido: “En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro Caminos, vivía, no ha muchos años, un hidalgo de buena estampa y nombre peregrino…”. Por cierto que en Tristana se encuentran mas referencias a Chamberí.

12 de febrero de 2012

Un poeta de Nicaragua en la Plaza de Olavide en los años 60


En los años 60 paseó las noches de nuestro barrio el noctámbulo poeta nicaragüense, aunque nacido en Guatemala, Carlos Martínez Rivas. No le debía resultar dificil encontrar la pensión en la que residía una vez localizada la plaza. El portal estaba en la misma vuelta de la plaza de la calle Raimundo Lulio. Entre paréntesis: que gran personaje el del mallorquín Ramon Llull.

Aquí vivió nuestro poeta durante unos pocos años en razón de su nombramiento como agregado cultural de la embajada de su país. En aquellos años no era dificil cruzarse en las calles de nuestra ciudad con una innumerable colonia de estudiantes e intelectuales latinoamericanos. La política cultural de Franco en aquellos años a través de la institución Instituto de Cultura Hispánica, que tenía su sede por detrás de la clínica de la Concepción, era la de atraerse la presencia de la intelectualidad de los paises de América para tratar de generar un discurso de aprecio a la famosa "Madre Patria" y confrontar con la fuerza de la España del exilio en el movimiento cultural del continente americano,


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