7 de enero de 2014

Calle de Raimundo Lulio. Recuerdos de mi abuelo José Ortíz de Pinedo


El texto que viene a continuación pertenece a José Julio Perlado y ha sido publicado muy recientemente por la revista digital de temas madrileños LA GATERA DE LA VILLA. Tanto el autor como la revista han autorizado la republicación en estas páginas de La Plaza de Olavide. 

José Ortiz de Pinedo fue un importante testigo y partícipe de la fertil época literaria madrileña del primer tercio del siglo XX. Trató y conoció a innumerableas autores de esa nueva edad de oro de las letras hispanas como Pio Baroja, Galdós, Valle, Sawa y otros muchos y dejó escritas, en periódicos, revistas y libros, muchas páginas sobre aquellos glorioso tiempos. Como autor fue un hombre extremadamente popular pues dedicó su pluma en muchas ocasiones a la creación de obras literarias, novelas cortas, por ejemplo, dirigidas a públicos populares. Era muy conocido por su defensa del papel de la mujer y por sus avanzadas ideas sociales. Vivió largos años en nuestro barrio, precisamente en la calle Raimundo Lulio. Nos ha parecido muy interesante contribuir a su conocimiento por los actuales vecinos. Y mucho mas acompañados de la pluma de su nieto José Julio Perlado, periodista y escritor él mismo. José Julio Perlado, por cierto y pensando en los amigos de los medios digitales y blogs, dirige un excelente medio: MI SIGLO, una caja de sorpresas y delicias literarias que recomiendo vivamente.
 
Calle de Raimundo Lulio. Recuerdos de mi abuelo José Ortíz de Pinedo
Autor del texto:José Julio Perlado

Sentado en este despachito de cortinas azules en el piso de Raimundo Lulio 22, en pleno barrio madrileño de Chamberí, se encuentra este hombre de los lentes alados sobre la nariz, un hombre menudo, de apenas pelo cano, silencioso, hablando con su nieto, que soy yo. El nieto tiene en esta escena de 1956 tan solo 20 años, viene de estudiar esta mañana en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid el Primer Curso de especialidad en Filología Románica – Tercer Curso entonces de Filosofía y Letras y ha escuchado las lecciones de Francisco Ynduráin Hernández – su gran maestro , de Rafael Lapesa y de Alonso Zamora Vicente. José Ortiz de Pinedo tiene en el mediodía de esta conversación familiar 75 años, el despachito de cortinas azules es su refugio, y en el silencio de la letra menuda de sus manuscritos y en el recogimiento de los libros ordenados y alineados, se concentra su vida entera consagrada a la poesía, al teatro y a la novela, pequeñas novelas como ésta que ahora – cuando pasa el tiempo y la fantasía en la distancia se desborda – tengo yo aquí, en la mano, porque acabo de extraerla con la  imaginación de la estantería de su sencilla biblioteca.
El libro lleva por título ¡…Y la vida se va!, lo publica la Editorial Paez, calle Ecija 6, Madrid, (está dedicado a “Joaquín Aznar, espíritu generoso – escribe Ortiz de Pinedo en su dedicatoria , pluma maestra, con el cariño de muchos años”) (Joaquín Aznar había sido Director del periódico La Libertad desde 1925 a 1931, y fue uno de los íntimos amigos de José Ortiz de Pinedo, junto con Eduardo Haro y Emilio Carrere, al que luego me referiré).
Pero lo importante de esta corta novela de Ortiz de Pinedo ¡…Y la vida se va! es quizá el título, es decir, cómo se va la vida por este pasillo del piso de Raimundo Lulio, cómo se va la vida hacia delante y hacia atrás, hacia la vida que vivió antes mi abuelo y hacia la vida que viviré yo más adelante – si Dios me ayuda ,como nieto.
Sí, en verdad se va la vida. Si nos asomamos a este balcón del segundo piso de Raimundo Lulio 22 veremos en el café de la esquina con la calle de Santa Engracia – café hoy desaparecido – cómo mi padre, muy joven, espiaba a mi madre – la hija única que tuvo Ortiz de Pinedo – cuando aún eran novios, allá por los años 30, y la espiaba enamorado para ver en qué momento salía ella a saludarle al balcón.
Porque esta pequeña calle madrileña que baja desde Santa Engracia hasta la plaza de Olavide y donde vive José Ortiz de Pinedo es muy literaria. Galdós en Fortunata y Jacinta hace que doña Lupe se mude a este barrio del mercadillo de Olavide, entonces unos tenderetes al aire libre, como nos lo muestra un dibujo de la “Guía” de Fernández de los Ríos. La Rubín – personaje galdosiano – va a habitar a la calle de Raimundo Lulio y el autor de Fortunata nos hace creer que la casa debió estar muy cerca del Paseo de Santa Engracia. Pedro Ortiz Armengol, sin duda el mejor especialista en la gran novela de Galdós, señala el número 11 de esa calle de Raimundo Lulio como lugar habitado por doña Lupe, y repasando el magnífico Plano del Madrid de 1874, se ve que asomaban en Raimundo Lulio solamente dos casas de una planta ya que el resto eran solares y paseo hasta el mercadillo. Pues bien, Galdós coloca a uno de los personajes de Fortunata quizá en el número 11 de esa calle y apenas un siglo después, casi enfrente, en el número 22, seguimos teniendo a Ortiz de Pinedo, otro personaje – esta vez de la vida , sentado en su despachito de cortinas azules hablando conmigo, que soy su nieto.
¿Y de qué hablábamos? No recuerdo de qué hablábamos. Los nietos de 20 años no recuerdan muchas cosas de las que hablan con sus abuelos de 75, pero sí las esenciales. Hay unas coincidencias de vivencias y de lecturas rodeando a este pequeño despacho. Galdós prosigue. Está en la memoria de Ortiz de Pinedo. Si tomamos de esta estantería del despachito otro libro suyo, Viejos retratos amigos publicado siete años antes, en 1949 (y del que hablaré más adelante), aparece Galdós paseando por la madrileña carrera de San Jerónimo y Ortiz de Pinedo detrás de él. Ortiz de Pinedo tenía entonces – era cuando había llegado desde Jaén a Madrid, pasando (según sus biógrafos) por Guadalajara 21 años, casi los mismos que ahora tengo yo sentado ante él en este despacho. “Don Benito – evoca mi abuelo en ese libro de recuerdos – , que caminaba solo, habíase detenido un instante a curiosear el escaparate de Fernando Fe, que brindaba al apetito intelectual las últimas novedades nacionales y francesas, y paróse luego en un grupo de amigos a la puerta de Lhardy, cuyo escaparate tentaba otra clase de apetitos. Breves momentos nada más conversó Galdós con aquellos señores, continuando su paseo entre la multitud al anochecer.
Mi curiosidad – sigue Ortiz de Pinedo – no se  daba por satisfecha y fuíme detrás del genial creador sin perder un solo movimiento suyo, con la ilusión del enamorado que sigue a una mujer.
Cuando lo dejé, al fin, en la calle de Hortaleza, donde tenía la administración de sus obras, sentí algo así como la satisfacción del deber cumplido mediante aquel acto de humilde y anónimo homenaje”.
Son los seguimientos devotos de lectores y admiradores que han existido siempre en la historia de la Literatura, gentes como José Ortiz de Pinedo que seguían a Galdós por la calle, gentes como el yerno de Ortiz de Pinedo – mi padre, José Perlado – que seguía a Ramón y Cajal en el Café del Prado, en la madrileña calle del Prado, a dos pasos del Ateneo, o a Valle Inclán o a Benavente cruzando la Plaza de Santa Ana o paseando por la calle del Príncipe. Esos seguimientos anónimos detrás de las figuras de las letras han sido a lo largo del tiempo innumerables y de ellos han quedado muchos testimonios. Por citar uno de ellos, Vicente Aleixandre, en su libro Los encuentros, cuenta cómo todos los personajes con los que quiso tropezarse en las calles de Madrid eran conocidos, menos uno: Antonio Machado. “Pero daba la casualidad – comenta Aleixandre – que los dos teníamos el mismo barbero. Y un día me dijo: “Yo también sirvo a un señor que hace versos. Pero apenas conocido. Se llama Machado” ¡Machado” Fíjese usted. Para mí sólo su nombre ya era un fulgor… A Galdós – prosigue Aleixandre – le vi una vez, en el “Teatro Infanta Isabel”, el día que estrenó “Sor Simona”. Yo tenía 17 años. Entré en el camerino – dice Aleixandre .Galdós, ciego, estaba sentado, ausente. Se sacó un gran pañuelo, se secó el sudor. Yo le miraba… Salí sin decir nada”.
Son los 17 años de Vicente Aleixandre, son los veintitantos años de José Ortiz de Pinedo, son los 20 años míos. Sentado en aquel despachito de cortinas azules yo no sabía que a lo largo de la vida iba también a seguir a muchos personajes. Por mi profesión, he tenido la suerte de vivir en Roma y en París varios años, y en la capital italiana, al principio de la década de los sesenta, más que seguir por la calle exactamente, conocí muy de cerca a relevantes personajes del mundo de la cultura. A Stravinsky y a Federico Fellini en Roma; a Ezra Pound, a Pier Paolo Pasolini y a Giancarlo Menotti en Spoleto; más tarde, en mis años de París, al filósofo Gabriel Marcel y al director de cine Robert Bresson. También Madrid fue escenario para mí de conocimientos. Sentado ante Ortiz de Pinedo, que ahora me sigue observando en este pequeño despacho rodeado de libros, no podía imaginar que unos años después yo charlaría ampliamente con Gerardo Diego en su casa de la calle Covarrubias, con Dámaso Alonso en su casa retirada (donde me dedicó su libro Poetas españoles contemporáneos), con el eminente historiador Pedro Sáinz Rodríguez, con el gran cuentista Ignacio Aldecoa, con la poetisa Ernestina de Champourcin, con el pintor Benjamín Palencia en su taller de la calle de Sagasta, con Luis Rosales en su habitación de la calle de Vallehermoso, con Camilo José Cela en su casa de Rios Rosas.
Este nieto de Ortiz de Pinedo que soy yo, no puede imaginar tampoco, aquí sentado en Raimundo Lulio y en 1956 – año en el que estamos , que conocerá y dialogará largamente con dos grandes escritores argentinos, Julio Cortázar y Manuel Mujica Láinez, o con el uruguayo Juan Carlos Onetti. Son charlas que están en el aire del tiempo, que aún no nos llegan desde este pasillo, porque desde este pasillo y en este momento lo que nos llega, mientras abuelo y nieto seguimos hablando, es la voz de Julia Valdés, esposa de Ortiz de Pinedo, es decir, la voz de mi abuela materna que nos llama a comer. Viene a decirnos que ya tenemos preparados los huevos fritos con el pan cortado y tostado en el cuartito que hay al fondo del pasillo, muy cerca de la cocina, donde el sol suele dar sobre el tapete de la mesa camilla. Mi abuelo y yo solemos comer muchos días allí, y también desayunar los domingos un chocolate humeante en el que untamos puntas de pan crujiente. Es Julia Valdés, mi abuela, la que ahora nos llama y nos mira, y cuando la veo en este pasillo me acuerdo de otra Julia a la que conocí, Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, que unos años después, en 1967, exactamente el 2 de marzo de 1967, me abriría la puerta de aquella casa de la calle de Zorrilla 21, segundo izquierda (muy cerca de las Cortes) muy pocas horas después de que muriera el maestro. “Vemos a Azorín en la lejanía, viviendo en un cuartito silencioso, junto a las campanas del Carmen – leemos otra vez que escribe Ortiz de Pinedo en Viejos retratos amigos. Lo vemos asimismo perderse en la arboleda del Retiro o pararse ante un tenderete del Rastro. Un día lo vimos – un día de invierno – sentado tras el cristal de un café-cervecería, desaparecido ya, de la carrera de San Jerónimo. Años después lo hemos visto muchas veces en la trastienda de una librería selecta, hundido en un sillón, con los ojos medio cerrados”.
Eso es lo que evoca mi abuelo Ortiz de Pinedo de Azorín. Pero lo que él no puede imaginar en este despachito de cortinas azules ni yo tampoco, es que ese 2 de marzo de 1967 Julia Guinda Urzanqui, la viuda de Azorín, me abrirá la puerta y me hará pasar al saloncito donde está de cuerpo presente el autor de Castilla y de Los Pueblos.”Allí extendido, Azorín – escribiría yo al día siguiente en El Alcázar, un periódico madrileño- era ya el gran mudo de la pluma, como si tuviera amordazado los dedos. Me acerqué a él, acababa de entrar el Ayuntamiento de Monóvar, seguían acumulándose coronas, y creo que fue entonces cuando lo vi. Vi su ojo azul. El ojo derecho de Azorín quieto entre el párpado, como si nadie lo hubiera querido sellar, como si respetasen ese ojo sin tiempo”. Porque estábamos allí los dos solos, la recentísima viuda de Azorín y yo ( eran las cuatro de la tarde y el maestro había fallecido hacía muy pocas horas), ambos en silencio ante el cadáver de quien había escrito Clásicos redivivos y clásicos futuros o Las confesiones de un pequeño filósofo.
Sin duda nada podía decirle a mi abuelo Ortiz de Pinedo de todo esto porque faltaban once años para que aquello sucediese. Pero de lo que sí hablamos sin duda en aquel despachito es del entierro de Ortega al cual yo había asistido. Un año antes, el 19 de octubre de 1955 – tenía yo entonces 19 años – había querido ir con varios compañeros míos de la Facultad hasta la madrileña calle de Montesquinza – la casa donde había fallecido Ortega – y desde allí quisimos acompañar al cortejo fúnebre hasta la Sacramental de San Isidro. Recuerdo que aquel día, entre las muchas personalidades asistentes al sepelio, estaba cerca de mí Gregorio Marañón y también recuerdo que entre mis compañeros de Facultad de entonces, asistieron conmigo – estudiábamos en el mismo Curso de licenciatura – el gran poeta español Claudio Rodríguez y el que luego sería Director del Museo de Prado y gran especialista en pintura barroca, Alfonso Pérez Sánchez.
José Ortiz de Pinedo trabajaba como Secretario de la Tenencia de Alcaldía del Distrito de Palacio, en el barrio madrileño llamado popularmente de La Latina, en la Carrera de San Francisco, antigua y ancha calle que desciende desde la Plaza de la Cebada hasta la Basílica de San Francisco el Grande. Allí, como todas las mañanas, Ortiz de Pinedo tomaba el metro para volver a comer a su casa del barrio de Chamberí. Como todos los escritores del mundo, me imagino que conforme se iba alejando de su despacho oficial del Ayuntamiento y se iba acercando, entre pasillos, escaleras y transbordos a su pequeño despacho literario de la calle de Raimundo Lulio, las figuras de sus invenciones asaltarían poco a poco su imaginación y los personajes de sus novelas se perfilarían alternándose unos con otros, salpicados también con brotes de poemas. Paul Valèry recuerda al hablar de los mecanismos de la inspiración que “el primer verso se nos ha dado”, es decir, es un don, nos es impuesto, no tenemos más remedio que escribirlo. Luego viene el artista con toda su elaboración costosa, con la habilidad, la experiencia, el esfuerzo creativo, la acabada y a veces muy ardua perfección. Pero ese primer verso de Ortiz de Pinedo – como el que acompaña a tantos poetas del mundo ya viajaba con él en el metro, se iba desprendiendo en el desván de su memoria de los expedientes e informes burocráticos que no había tenido más remedio que resolver el poeta en las oficinas del Ayuntamiento, y conforme iba dejando atrás los andenes y las estaciones sin duda ese primer verso prevalecía sobre todos los demás temas y preocupaciones, se cuajaba en primeras líneas de poemas, como así había sucedido años atrás en libros suyos de poesía, tales como Dolorosas (publicado en 1903) o Huerto humilde (de 1907).
Y fue sin duda otro primer verso – lo recuerdo muy bien el que hizo brotar otro día – un año antes, en 1955 una nueva conversación entre abuelo y nieto en el silencio de aquel despachito. Ortiz de Pinedo se levantó una tarde del sillón, y con el cuidado que él tenía para todas sus cosas, me mostró con afecto un libro. Era un libro de poemas de Pío Baroja, Canciones del suburbio, publicado por Biblioteca Nueva en 1944. En la dedicatoria se destacaba con la letra clara y menuda del autor de La busca: “Al poeta J Ortiz de Pinedo. Cordialmente. Pío Baroja”. Y aquel libro de poesías de Baroja llevaba también un prólogo firmado por Azorín.
No sé exactamente si la idea fue de mi abuelo o fue mía, pero lo cierto es que en aquel mismo año de 1955 visité a Baroja. Vivía Don Pío en la madrileña calle Ruiz de Alarcón, en el número 12, a pocos pasos del Museo del Ejército, no lejos de la Academia Española. Recuerdo que me abrió la puerta el destacado historiador, antropólogo y folklorista Julio Caro Baroja, sobrino de Don Pío, que entonces tenía 41 años, y él me hizo pasar a la amplia sala de la célebre mesa camilla barojiana, allí donde el autor de tantas novelas memorables (a pesar de su mala salud, Don Pío moriría en octubre del año siguiente) recibía. Tenía Baroja entonces 83 años, pero recuerdo perfectamente aquella conversación porque fue muy novelesca. Tras presentarme como nieto de Ortiz de Pinedo le comenté que mi abuelo me había enseñado un libro suyo de poemas. Estábamos los dos solos. Baroja cubierto con su famosa boina, calados los lentes, afable, me miró y me preguntó: ¡ Ah, ¿pero yo he escrito poesía?
Le contesté que sí.
¿Y cómo se llama el libro? – me insistió con curiosidad.
Canciones del suburbio contesté.
Entonces Don Pío tomó una campanilla que estaba sobre la mesa, la agitó, y pronto apareció Julio Caro en la puerta.
Julio – le dijo, este chico me dice que yo he escrito poesía. Busca el libro. Tráemelo.
Efectivamente, pronto aquellas Canciones del suburbio estuvieron sobre la mesa camilla y Baroja las hojeó complacido y asombrado. Yo sabía que me encontraba esa tarde ante una de las grandes figuras de las letras españolas, y cuando años después leí Gente del 98, el delicioso libro de Ricardo Baroja, el excelente pintor y escritor, hermano de Don Pío, al evocar mis vivencias con Azorín y con Baroja, repasé aquella escena que Ricardo Baroja evoca sobre los dos escritores: “Cuando Martínez Ruiz venía a casa – dice Ricardo Baroja- se sentaba siempre en la silla colocada bajo el cuadro de asunto romano. Allí permanecía durante tres cuartos de hora, interviniendo en la conversación con escasos monosílabos. Martínez Ruiz siempre ha sido parco en palabras. Se presentó a mi hermano Pío de la siguiente manera: Martínez Ruiz, que conocía de vista a mi hermano, se le acercó y le dijo:
¿Usted es Pío Baroja?
Sí, señor. Yo soy José Martínez Ruiz. Mi seudónimo es Azorín.
Se estrecharon las manos y desde entonces son amigos”.
Y ahora estaba yo ante ese mismo Baroja como estaría años después ante el cadáver de Azorín. Son coincidencias – o sin duda búsquedas determinadas, meditadas, muchas de ellas provocadas en mi vida, en Madrid, en Roma, en París – que me han hecho seguir los senderos de la literatura y del arte, caminar y entrar en los talleres de poetas y de músicos, de escultores y pintores, también de directores de cine, preguntando, inquiriendo, interesado siempre por los mecanismos de la creación.

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