José Ortiz de Pinedo fue un
importante testigo y partícipe de la fertil época literaria madrileña del
primer tercio del siglo XX. Trató y conoció a innumerableas autores de esa
nueva edad de oro de las letras hispanas como Pio Baroja, Galdós, Valle, Sawa y
otros muchos y dejó escritas, en periódicos, revistas y libros, muchas páginas
sobre aquellos glorioso tiempos. Como autor fue un hombre extremadamente
popular pues dedicó su pluma en muchas ocasiones a la creación de obras
literarias, novelas cortas, por ejemplo, dirigidas a públicos populares. Era
muy conocido por su defensa del papel de la mujer y por sus avanzadas ideas
sociales. Vivió largos años en nuestro barrio, precisamente en la calle
Raimundo Lulio. Nos ha parecido muy interesante contribuir a su conocimiento
por los actuales vecinos. Y mucho mas acompañados de la pluma de su nieto José
Julio Perlado, periodista y escritor él mismo. José Julio Perlado, por cierto y
pensando en los amigos de los medios digitales y blogs, dirige un excelente
medio: MI SIGLO, una caja de sorpresas
y delicias literarias que recomiendo vivamente.
Calle de Raimundo Lulio. Recuerdos de
mi abuelo José Ortíz de Pinedo
Autor del texto:José Julio Perlado
Sentado en este despachito de
cortinas azules en el piso de Raimundo Lulio 22, en pleno barrio madrileño de
Chamberí, se encuentra este hombre de los lentes alados sobre la nariz, un
hombre menudo, de apenas pelo cano, silencioso, hablando con su nieto, que soy
yo. El nieto tiene en esta escena de 1956 tan solo 20 años, viene de estudiar
esta mañana en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid el Primer Curso de
especialidad en Filología Románica – Tercer Curso entonces de Filosofía y
Letras y ha escuchado las lecciones de Francisco Ynduráin Hernández – su gran
maestro , de Rafael Lapesa y de Alonso Zamora Vicente. José Ortiz de Pinedo
tiene en el mediodía de esta conversación familiar 75 años, el despachito de cortinas
azules es su refugio, y en el silencio de la letra menuda de sus manuscritos y
en el recogimiento de los libros ordenados y alineados, se concentra su vida
entera consagrada a la poesía, al teatro y a la novela, pequeñas novelas como
ésta que ahora – cuando pasa el tiempo y la fantasía en la distancia se
desborda – tengo yo aquí, en la mano, porque acabo de extraerla con la imaginación de la estantería de su sencilla biblioteca.
El libro lleva por título ¡…Y la vida se va!, lo publica la
Editorial Paez, calle Ecija 6, Madrid, (está dedicado a “Joaquín Aznar,
espíritu generoso – escribe Ortiz de Pinedo en su dedicatoria , pluma maestra,
con el cariño de muchos años”) (Joaquín Aznar había sido Director del periódico
La Libertad desde 1925 a 1931, y fue uno de los íntimos amigos de José Ortiz de
Pinedo, junto con Eduardo Haro y Emilio Carrere, al que luego me referiré).
Pero lo importante de esta corta novela
de Ortiz de Pinedo ¡…Y la vida se va! es quizá el título, es decir, cómo se va
la vida por este pasillo del piso de Raimundo Lulio, cómo se va la vida hacia
delante y hacia atrás, hacia la vida que vivió antes mi abuelo y hacia la vida que
viviré yo más adelante – si Dios me ayuda ,como nieto.
Sí, en verdad se va la vida. Si nos asomamos
a este balcón del segundo piso de Raimundo Lulio 22 veremos en el café de la
esquina con la calle de Santa Engracia – café hoy desaparecido – cómo mi padre,
muy joven, espiaba a mi madre – la hija única que tuvo Ortiz de Pinedo – cuando
aún eran novios, allá por los años 30, y la espiaba enamorado para ver en qué
momento salía ella a saludarle al balcón.
Porque esta pequeña calle madrileña
que baja desde Santa Engracia hasta la plaza de Olavide y donde vive José Ortiz
de Pinedo es muy literaria. Galdós en Fortunata
y Jacinta hace que doña Lupe se mude a este barrio del mercadillo de
Olavide, entonces unos tenderetes al aire libre, como nos lo muestra un dibujo
de la “Guía” de Fernández de los
Ríos. La Rubín – personaje galdosiano
– va a habitar a la calle de Raimundo Lulio y el autor de Fortunata nos hace creer
que la casa debió estar muy cerca del Paseo de Santa Engracia. Pedro Ortiz
Armengol, sin duda el mejor especialista en la gran novela de Galdós, señala el
número 11 de esa calle de Raimundo Lulio como lugar habitado por doña Lupe, y repasando
el magnífico Plano del Madrid de 1874, se ve que asomaban en Raimundo Lulio solamente
dos casas de una planta ya que el resto eran solares y paseo hasta el mercadillo.
Pues bien, Galdós coloca a uno de los personajes de Fortunata quizá en el
número 11 de esa calle y apenas un siglo después, casi enfrente, en el número 22,
seguimos teniendo a Ortiz de Pinedo, otro personaje – esta vez de la vida , sentado
en su despachito de cortinas azules hablando conmigo, que soy su nieto.
¿Y de qué hablábamos? No recuerdo de
qué hablábamos. Los nietos de 20 años no recuerdan muchas cosas de las que
hablan con sus abuelos de 75, pero sí las esenciales. Hay unas coincidencias de
vivencias y de lecturas rodeando a este pequeño despacho. Galdós prosigue. Está
en la memoria de Ortiz de Pinedo. Si tomamos de esta estantería del despachito
otro libro suyo, Viejos retratos amigos
publicado siete años antes, en 1949 (y del que hablaré más adelante), aparece Galdós
paseando por la madrileña carrera de San Jerónimo y Ortiz de Pinedo detrás de
él. Ortiz de Pinedo tenía entonces – era cuando había llegado desde Jaén a
Madrid, pasando (según sus biógrafos) por Guadalajara 21 años, casi los mismos
que ahora tengo yo sentado ante él en este despacho. “Don Benito – evoca mi abuelo en ese libro de recuerdos – , que caminaba solo, habíase detenido un
instante a curiosear el escaparate de Fernando Fe, que brindaba al apetito intelectual
las últimas novedades nacionales y francesas, y paróse luego en un grupo de amigos
a la puerta de Lhardy, cuyo escaparate tentaba otra clase de apetitos. Breves momentos
nada más conversó Galdós con aquellos señores, continuando su paseo entre la multitud
al anochecer.
Mi curiosidad – sigue Ortiz de Pinedo – no se daba por satisfecha y fuíme detrás del genial
creador sin perder un solo movimiento suyo, con la ilusión del enamorado que
sigue a una mujer.
Cuando lo dejé, al fin,
en la calle de Hortaleza, donde tenía la administración de sus obras, sentí algo
así como la satisfacción del deber cumplido mediante aquel acto de humilde y
anónimo homenaje”.
Son los seguimientos devotos de
lectores y admiradores que han existido siempre en la historia de la
Literatura, gentes como José Ortiz de Pinedo que seguían a Galdós por la calle,
gentes como el yerno de Ortiz de Pinedo – mi padre, José Perlado – que seguía a
Ramón y Cajal en el Café del Prado, en la madrileña calle del Prado, a dos pasos
del Ateneo, o a Valle Inclán o a Benavente cruzando la Plaza de Santa Ana o
paseando por la calle del Príncipe. Esos seguimientos anónimos detrás de las
figuras de las letras han sido a lo largo del tiempo innumerables y de ellos
han quedado muchos testimonios. Por citar uno de ellos, Vicente Aleixandre, en
su libro Los encuentros, cuenta cómo
todos los personajes con los que quiso tropezarse en las calles de Madrid eran
conocidos, menos uno: Antonio Machado. “Pero
daba la casualidad – comenta Aleixandre – que los dos teníamos el mismo barbero. Y un día me dijo: “Yo también
sirvo a un señor que hace versos. Pero apenas conocido. Se llama Machado” ¡Machado”
Fíjese usted. Para mí sólo su nombre ya era un fulgor… A Galdós – prosigue
Aleixandre – le vi una vez, en el “Teatro
Infanta Isabel”, el día que estrenó “Sor Simona”. Yo tenía 17 años. Entré en el
camerino – dice Aleixandre .Galdós,
ciego, estaba sentado, ausente. Se sacó un gran pañuelo, se secó el sudor. Yo
le miraba… Salí sin decir nada”.
Son los 17 años de Vicente
Aleixandre, son los veintitantos años de José Ortiz de Pinedo, son los 20 años
míos. Sentado en aquel despachito de cortinas azules yo no sabía que a lo largo
de la vida iba también a seguir a muchos personajes. Por mi profesión, he
tenido la suerte de vivir en Roma y en París varios años, y en la capital italiana,
al principio de la década de los sesenta, más que seguir por la calle
exactamente, conocí muy de cerca a relevantes personajes del mundo de la
cultura. A Stravinsky y a Federico Fellini en Roma; a Ezra Pound, a Pier Paolo
Pasolini y a Giancarlo Menotti en Spoleto; más tarde, en mis años de París, al
filósofo Gabriel Marcel y al director de cine Robert Bresson. También Madrid fue
escenario para mí de conocimientos. Sentado ante Ortiz de Pinedo, que ahora me
sigue observando en este pequeño despacho rodeado de libros, no podía imaginar
que unos años después yo charlaría ampliamente con Gerardo Diego en su casa de
la calle Covarrubias, con Dámaso Alonso en su casa retirada (donde me dedicó su
libro Poetas españoles contemporáneos),
con el eminente historiador Pedro Sáinz Rodríguez, con el gran cuentista Ignacio
Aldecoa, con la poetisa Ernestina de Champourcin, con el pintor Benjamín Palencia
en su taller de la calle de Sagasta, con Luis Rosales en su habitación de la
calle de Vallehermoso, con Camilo José Cela en su casa de Rios Rosas.
Este nieto de Ortiz de Pinedo que soy
yo, no puede imaginar tampoco, aquí sentado en Raimundo Lulio y en 1956 – año
en el que estamos , que conocerá y dialogará largamente con dos grandes
escritores argentinos, Julio Cortázar y Manuel Mujica Láinez, o con el uruguayo
Juan Carlos Onetti. Son charlas que están en el aire del tiempo, que aún no nos
llegan desde este pasillo, porque desde este pasillo y en este momento lo que
nos llega, mientras abuelo y nieto seguimos hablando, es la voz de Julia
Valdés, esposa de Ortiz de Pinedo, es decir, la voz de mi abuela materna que
nos llama a comer. Viene a decirnos que ya tenemos preparados los huevos fritos
con el pan cortado y tostado en el cuartito que hay al fondo del pasillo, muy
cerca de la cocina, donde el sol suele dar sobre el tapete de la mesa camilla.
Mi abuelo y yo solemos comer muchos días allí, y también desayunar los domingos
un chocolate humeante en el que untamos puntas de pan crujiente. Es Julia
Valdés, mi abuela, la que ahora nos llama y nos mira, y cuando la veo en este
pasillo me acuerdo de otra Julia a la que conocí, Julia Guinda Urzanqui, la viuda
de Azorín, que unos años después, en 1967, exactamente el 2 de marzo de 1967,
me abriría la puerta de aquella casa de la calle de Zorrilla 21, segundo
izquierda (muy cerca de las Cortes) muy pocas horas después de que muriera el
maestro. “Vemos a Azorín en la lejanía, viviendo
en un cuartito silencioso, junto a las campanas del Carmen – leemos otra
vez que escribe Ortiz de Pinedo en Viejos
retratos amigos. Lo vemos asimismo
perderse en la arboleda del Retiro o pararse ante un tenderete del Rastro. Un
día lo vimos – un día de invierno – sentado tras el cristal de un café-cervecería,
desaparecido ya, de la carrera de San Jerónimo. Años después lo hemos visto
muchas veces en la trastienda de una librería selecta, hundido en un sillón,
con los ojos medio cerrados”.
Eso es lo que evoca mi abuelo Ortiz
de Pinedo de Azorín. Pero lo que él no puede imaginar en este despachito de
cortinas azules ni yo tampoco, es que ese 2 de marzo de 1967 Julia Guinda Urzanqui,
la viuda de Azorín, me abrirá la puerta y me hará pasar al saloncito donde está
de cuerpo presente el autor de Castilla y de Los Pueblos.”Allí extendido, Azorín – escribiría yo al día siguiente en El
Alcázar, un periódico madrileño- era ya
el gran mudo de la pluma, como si tuviera amordazado los dedos. Me acerqué a
él, acababa de entrar el Ayuntamiento de Monóvar, seguían acumulándose coronas,
y creo que fue entonces cuando lo vi. Vi su ojo azul. El ojo derecho de Azorín
quieto entre el párpado, como si nadie lo hubiera querido sellar, como si
respetasen ese ojo sin tiempo”. Porque estábamos allí los dos solos, la
recentísima viuda de Azorín y yo ( eran las cuatro de la tarde y el maestro
había fallecido hacía muy pocas horas), ambos en silencio ante el cadáver de
quien había escrito Clásicos redivivos y clásicos
futuros o Las confesiones de un pequeño filósofo.
Sin duda nada podía decirle a mi
abuelo Ortiz de Pinedo de todo esto porque faltaban once años para que aquello
sucediese. Pero de lo que sí hablamos sin duda en aquel despachito es del entierro
de Ortega al cual yo había asistido. Un año antes, el 19 de octubre de 1955 –
tenía yo entonces 19 años – había querido ir con varios compañeros míos de la
Facultad hasta la madrileña calle de Montesquinza – la casa donde había fallecido
Ortega – y desde allí quisimos acompañar al cortejo fúnebre hasta la
Sacramental de San Isidro. Recuerdo que aquel día, entre las muchas personalidades
asistentes al sepelio, estaba cerca de mí Gregorio Marañón y también recuerdo
que entre mis compañeros de Facultad de entonces, asistieron conmigo –
estudiábamos en el mismo Curso de licenciatura – el gran poeta español Claudio
Rodríguez y el que luego sería Director del Museo de Prado y gran especialista
en pintura barroca, Alfonso Pérez Sánchez.
José Ortiz de Pinedo trabajaba como
Secretario de la Tenencia de Alcaldía del Distrito de Palacio, en el barrio
madrileño llamado popularmente de La Latina, en la Carrera de San Francisco,
antigua y ancha calle que desciende desde la Plaza de la Cebada hasta la
Basílica de San Francisco el Grande. Allí, como todas las mañanas, Ortiz de Pinedo
tomaba el metro para volver a comer a su casa del barrio de Chamberí. Como
todos los escritores del mundo, me imagino que conforme se iba alejando de su
despacho oficial del Ayuntamiento y se iba acercando, entre pasillos, escaleras
y transbordos a su pequeño despacho literario de la calle de Raimundo Lulio,
las figuras de sus invenciones asaltarían poco a poco su imaginación y los
personajes de sus novelas se perfilarían alternándose unos con otros,
salpicados también con brotes de poemas. Paul Valèry recuerda al hablar de los
mecanismos de la inspiración que “el
primer verso se nos ha dado”, es decir, es un don, nos es impuesto, no
tenemos más remedio que escribirlo. Luego viene el artista con toda su elaboración
costosa, con la habilidad, la experiencia, el esfuerzo creativo, la acabada y a
veces muy ardua perfección. Pero ese primer verso de Ortiz de Pinedo – como el
que acompaña a tantos poetas del mundo ya viajaba con él en el metro, se iba
desprendiendo en el desván de su memoria de los expedientes e informes
burocráticos que no había tenido más remedio que resolver el poeta en las
oficinas del Ayuntamiento, y conforme iba dejando atrás los andenes y las
estaciones sin duda ese primer verso prevalecía sobre todos los demás temas y preocupaciones,
se cuajaba en primeras líneas de poemas, como así había sucedido años atrás en
libros suyos de poesía, tales como Dolorosas
(publicado en 1903) o Huerto humilde
(de 1907).
Y fue sin duda otro primer verso – lo
recuerdo muy bien el que hizo brotar otro día – un año antes, en 1955 una nueva
conversación entre abuelo y nieto en el silencio de aquel despachito. Ortiz de
Pinedo se levantó una tarde del sillón, y con el cuidado que él tenía para
todas sus cosas, me mostró con afecto un libro. Era un libro de poemas de Pío Baroja,
Canciones del suburbio, publicado por
Biblioteca Nueva en 1944. En la dedicatoria se destacaba con la letra clara y
menuda del autor de La busca: “Al poeta J
Ortiz de Pinedo. Cordialmente. Pío Baroja”. Y aquel libro de poesías de
Baroja llevaba también un prólogo firmado por Azorín.
No sé exactamente si la idea fue de
mi abuelo o fue mía, pero lo cierto es que en aquel mismo año de 1955 visité a
Baroja. Vivía Don Pío en la madrileña calle Ruiz de Alarcón, en el número 12, a
pocos pasos del Museo del Ejército, no lejos de la Academia Española. Recuerdo
que me abrió la puerta el destacado historiador, antropólogo y folklorista
Julio Caro Baroja, sobrino de Don Pío, que entonces tenía 41 años, y él me hizo
pasar a la amplia sala de la célebre mesa camilla barojiana, allí donde el
autor de tantas novelas memorables (a pesar de su mala salud, Don Pío moriría
en octubre del año siguiente) recibía. Tenía Baroja entonces 83 años, pero
recuerdo perfectamente aquella conversación porque fue muy novelesca. Tras
presentarme como nieto de Ortiz de Pinedo le comenté que mi abuelo me había enseñado
un libro suyo de poemas. Estábamos los dos solos. Baroja cubierto con su famosa
boina, calados los lentes, afable, me miró y me preguntó: ¡ Ah, ¿pero yo he escrito poesía?
Le contesté que sí.
¿Y cómo se llama el
libro? – me insistió con curiosidad.
Canciones del suburbio contesté.
Entonces Don Pío tomó una campanilla
que estaba sobre la mesa, la agitó, y pronto apareció Julio Caro en la puerta.
Julio – le dijo, este chico me dice que yo
he escrito poesía. Busca el libro. Tráemelo.
Efectivamente, pronto aquellas Canciones del suburbio estuvieron sobre
la mesa camilla y Baroja las hojeó complacido y asombrado. Yo sabía que me
encontraba esa tarde ante una de las grandes figuras de las letras españolas, y
cuando años después leí Gente del 98,
el delicioso libro de Ricardo Baroja, el excelente pintor y escritor, hermano
de Don Pío, al evocar mis vivencias con Azorín y con Baroja, repasé aquella escena
que Ricardo Baroja evoca sobre los dos escritores: “Cuando Martínez Ruiz venía a casa – dice Ricardo Baroja- se sentaba siempre en la silla colocada bajo
el cuadro de asunto romano. Allí permanecía durante tres cuartos de hora, interviniendo
en la conversación con escasos monosílabos. Martínez Ruiz siempre ha sido parco
en palabras. Se presentó a mi hermano Pío de la siguiente manera: Martínez Ruiz,
que conocía de vista a mi hermano, se le acercó y le dijo:
¿Usted es Pío Baroja?
Sí, señor. Yo soy José
Martínez Ruiz. Mi seudónimo es Azorín.
Se estrecharon las
manos y desde entonces son amigos”.
Y ahora estaba yo ante ese mismo
Baroja como estaría años después ante el cadáver de Azorín. Son coincidencias –
o sin duda búsquedas determinadas, meditadas, muchas de ellas provocadas en mi
vida, en Madrid, en Roma, en París – que me han hecho seguir los senderos de la
literatura y del arte, caminar y entrar en los talleres de poetas y de músicos,
de escultores y pintores, también de directores de cine, preguntando, inquiriendo,
interesado siempre por los mecanismos de la creación.